Por Albert Valor
Una semana se hace corta en muchas ocasiones. Larga en otras. Difícil ponderar en este momento cuál serían las características de la actual, a la que ya solo le queda el finde. El tan deseado finde. Esos dos días donde ponemos a funcionar toda nuestra maquinaria de ocio. Esas 48 horas en la que nos olvidamos de un lunes que siempre llega demasiado pronto.
Una especie de conteo regresivo hacia no se sabe muy bien dónde. Lunes, martes, miércoles, jueves. Algo se iba apagando, no sabía muy bien el qué. Y siempre con una sensación extraña. La de ir a pie cambiado y de llegar tarde en todo momento: cuando encendía la tele, cuando ojeaba Twitter, cuando recibía un WhatsApp o cuando un compañero de trabajo me llamaba desde Londres. También cuando celebraba los goles del Atleti en Anfield sin ser del Atleti (aunque sí un poco cholista). Vamos, que hasta me levantaba del sofá en plan hooligan, con la sensación de que ése podía ser el último partido en mucho tiempo. Coca-Cola en el desierto. Con hielo y limón.
Días de trance con la ocasión de nutrirme también de mis plumas de referencia: Axel Torres, Enrique Ballester, Alejandro Mendo o el imberbe Albert Blaya, uno de los descubrimientos del año. Todos han dicho o comentado algo interesante. Algo en lo que pensar. Algo que no sé si aplicarán o aplicaremos a nuestras vidas. Pero algo en un momento en que significa mucho.
Y nadie, ni de aquí ni de allá, ha perdido la oportunidad de hacer un meme o una broma al respecto. Bien hecho. ¿Qué sería de todo esto sin sentido del humor?
Yo mismo creí durante días que esto era una simple gripe, que ya les valía a los chinos, que no era para tanto. “Qué exagerados”. Y, de hecho, no lo es. Solo se trata de ser conscientes de algo que se nos ha olvidado. Desde que tenemos uso de razón, hemos visto cientos de películas, documentales, series y programas con mensaje. Nos han dicho aquello de “tener trabajos de mierda para comprar mierda que no necesitamos”. Que reciclemos. Que no comamos tanta carne. Que los polos están desapareciendo. Que los niños mueren de inanición en África. Y qué maduro y consciente nos ha resultado haber pensado en ello unos segundos. Unos minutos incluso. Al salir del cine, al ver los créditos en la pantalla o minutos antes de preguntarnos contra quien jugaba nuestro equipo el fin de semana. “Buah, es que tal y como estamos ahora mismo, el Mallorca nos puede ganar”.
Hemos despotricado de los políticos, sobre todo de los que no piensan como nosotros. Hemos puesto a tal o cual entrenador a bajar de un burro. Nadie se ha salvado. Hemos criticado a Trump. A Pedro Sánchez. A Pedrerol. A Pérez-Reverte. A Valverde y luego a Setién. A Kobe Bryant y al que criticaba a Kobe Bryant. Incluso a Messi, lo cual no debería tener perdón.
Y ahora nos encantaría seguir haciéndolo, ya que eso significaría que nuestra rutina y nuestra condición de viejóvenes inmortales siguen intactas. Y eso es lo que nos da miedo perder. Ahora y más todavía en las próximas semanas. Querríamos seguir recomendando un restaurante. Una ciudad para viajar. Un youtuber o un podcast. Colgar una foto en redes sociales. Tomarnos una birra. O tener razón en algo. Sobre todo, eso. Tener razón. Nos encanta tener razón, aunque no valga para nada.
En cualquier otro momento de nuestra existencia, sentiríamos pena por Ronaldinho. Pero ahora incluso le envidiamos por estar jugando al fútbol en una cárcel paraguaya. No parece casualidad que él sea uno de los que, aunque privado de libertad, pueda seguir haciendo lo que más feliz hizo, no ya a él mismo, sino a los demás.
Quedarse en casa “porque nos lo están diciendo”. Mire usted, no. No es por eso. Hagan lo que quieran. Sigamos echándole la culpa al otro. Sigamos diciendo que la manifestación del 8-M no debería haberse celebrado. Que vaya fantoche Ortega Smith. No creo que nos falte razón. Aunque también podríamos pensar un poco.
El coronavirus no nos matará ni nos extinguirá. Antes lo haremos nosotros mismos. Pero no por quedarnos dos meses confinados en casa, porque se desplome la economía o perdamos nuestro trabajo. Pasará cuando dejemos de pensar. Nos importa demasiado nuestro yo excepto cuando toca usar la cabeza. Ahí sí que preferimos hacerlo “con la del otro”.
Quizá sea porque nunca hemos tenido la responsabilidad de hacer algo juntos. Algo como pueblo. Pero no como territorio, nación o vecindario. Como algo más. Como raza (humana). Como civilización. Como personas entre personas, al fin y al cabo. Cuando era pequeño le llamaban prójimo. Una palabra que cada vez escucho menos. ¿Casualidad? Me temo que no.