Por Albert Valor
Acabo de salir a comprar comida. Hacía tiempo que no me sentía tan ridículo. Y no. Las calles de Barcelona no están vacías. Hay poca gente transitando. Pocos coches y pocas motos, aunque ya me hayan parecido demasiados. Y todo tiene un aspecto apocalíptico. Conductores con mascarilla, ventanillas subidas, distancias de seguridad, miradas huidizas, vehículos aparcados cubiertos de broza, sensación de dejadez individual y colectiva. Pero vacías, las calles, no están.
La primera aventura ahí afuera consiste en tirar la basura. Como no he podido adquirir una mascarilla, me he ataviado con una de esas bragas que tan de moda estaban en mi época de adolescente. Nunca imaginé que la rescataría para esto. Lo dicho: tirar la basura es un reto, no digamos ya reciclar. Operaciones que hay que acometer vigilando que la protección facial no baje más allá de la nariz mientras, a mi alrededor y de manera simultánea, la gente se mira con una mezcla de desconfianza y miedo sin saber muy bien por qué. Un contexto en el que acertar con el vidrio en el contenedor verde te hace sentir un héroe.
En ruta, se produce un estudio a distancia, a unos diez metros, como Ramos y Messi en el minuto uno del Clásico. Y enseguida llega el pacto tácito: tú a mí izquierda, yo a la tuya. Tú en un extremo de la acera y yo en el otro. Pero no siempre salen las cuentas. A veces, alguien sale de un portal y el plan se va al garete. Y no se te ocurra caminar detrás de alguien con la cara medio tapada: cuando siente tu presencia, el sujeto se gira como un resorte con cara de llamar a la policía. No te lo dice, te lo da a entender con la mirada, que es peor.
Porque otro elemento impactante en estos días es el silencio. La gente no habla. Eso toma todavía más cuerpo en los supermercados, que se han convertido en la zona cero de la psicosis. Ahí, las distancias se acortan, como en los cuellos de botella. Uno se pregunta internamente si tocar o no el carro. Si dejar o no de mirar únicamente hacia adelante, sin perspectivas periféricas. Todavía recuerdo la cara de angustia de un chaval que hacía cola manteniendo de manera milimétrica la distancia de seguridad. La chica que tenía delante en la fila ha dado un paso atrás para coger un bote de garbanzos y el pobre casi se desvanece del susto. Parecía tener miedo de que le riñera el profesor. No atender al metro y medio de espacio entre individuos que han decretado las autoridades le atormentaba. Me alivia imaginar que ahora debe estar tranquilo, de nuevo confinado, probablemente en su cuarto, zampándose tranquilamente los donuts que sujetaba entre uno de sus guantes. ¿Se habrá lavado las manos antes de tan placentera ingesta?
La idea era comprar en dos superficies distintas y aprovechar así el viaje. Pero la cola en la puerta de Lidl, también dispuesta con disciplina marcial, de forma unipersonal y espaciada, daba la vuelta a la esquina, así que he dado por buena una bolsa de rafia llena víveres.
Llegando al portal reconstruyo los hechos. Antes de salir de la cueva, un ejercicio que supone tanta pereza en un día normal como ir a comprar comida, parece el mayor de los alicientes. Abandonar por un rato Netflix, la Play, las motas de polvo amontonadas en la estantería, el techo. Ir a hacer la compra. Toda una aventura.
Pero, tras un par de recados, las ganas de volver a casa son terribles. Y no porque ir al súper sea un rollo. Ojalá lo siguiera siendo. El problema ahora es que nadie se fía de ti. Todos somos sospechosos. Me han bastado veinte minutos en la calle para echar de menos un sofá que ya tiene el molde de mi forma corporal, aun sabiendo que la próxima salida será en cuatro o cinco días. Es entonces cuando, evocando Parásitos, enuncio en mi cabeza la fórmula mágica: ¿Y si el mejor plan es no tener plan?
Somos tan inescrutables, que es posible que echemos de menos todo esto cuando termine. La melancolía funciona así. A veces, extrañamos lo que nunca tuvimos. Otras, simplemente lo que no tenemos, igual que lo repudiamos cuando está en nuestro poder. No hay duda: el peor virus de este planeta se sigue llamando humanidad.