Dom. Sep 8th, 2024

Por Albert Valor

Todo esto viene de 'Match Day'. Y de la gala del Balón de Oro. Han despertado cosas. Sentir. Escribir. Dos pulsiones siempre presentes, aunque a veces más lejanas de lo que uno quisiera.

Pura nostalgia, en realidad. Días donde todo se está removiendo en algunos estómagos. Las palabras de Leo con un nuevo galardón, su enésima actuación para el recuerdo bajo la lluvia del Wanda, las postales del ya ínclito documental. Una en concreto: el ‘10’ celebrando el tercer gol al Liverpool, el de la falta que lanzó desde su casa. Entonces, parecía la víspera de otro triplete. Corre hacia un costado. Se sienta, mira al público. Sonríe. Y ahí me doy cuenta. Se le marcan las arrugas. Se ha hecho mayor. Y entonces caes en la cuenta de que le sacas un año al mito.

Una disco recopilatorio de La Guardia decía que 25 años no es nada, así que imagínense 15. Tres lustros atrás que nos sitúan en aquel primero de mayo, cuando Ronaldinho le regaló un pase al hueco que él convirtió en vaselina. Aquel primer gol al Albacete, que en realidad fueron dos. Allí estaba yo, mayoría de edad recién conquistada, totalmente ajeno a que los mejores años estaban por venir. Entonces jugábamos al Pro y todos queríamos al Inter de Vieri, Recoba y Adriano. Ahora somos treintañeros que se preguntan cómo puede el Ultimate Team haber desbancado a la Liga Master.

15 años, decía. Y siempre en la cúspide. Siempre en la cresta de la ola, pero con momentos estelares. Nos regaló un sextete mientras malvivíamos en nuestros primeros empleos y, dos años más tarde, volvió a la carga. Dichosa primavera aquella del 2011. Mágica por un lado, seca y amarga del otro. La Champions de Wembley, la muerte de mi madre y la aparición más luminosa. Todo ello, un cóctel de difícil explicación dentro de uno. Quizá toque hablar algún día –quizá en un libro, quizá en un podcast– de cómo convivieron en mí la pérdida más grande que se pueda imaginar con la ilusión más embriagante. El vacío y la hiel mezclados con carmín y una melena dorada. Solo sé que me sentía capaz de todo. Incluso de mirar de reojo un Madrid-Barça en la habitación de un hotel con vistas a la Ciudad de las Ciencias, sin apenas preocupación por el marcador final. También Leo tuvo su cuota de responsabilidad en aquello.

Y el tío siguió a lo suyo: 91 goles en un año, 50 en un sola Liga, otro triplete. 2015 también tuvo su miga, con aquellas eliminatorias ante City, PSG y Bayern vividas íntegramente en una oficina de la calle Numancia. Allí se fraguó otro amor: Jaume y Lisa se casaron este abril. Parece una eternidad y apenas han pasado cuatro años. La vida vuela. Pero todos siguen queriendo a Messi. En todos los sitios. En Biwenger es la guinda del pastel. En el Mercado de San Antonio, su cromo es el más cotizado. De hecho, las primeras estampitas del rosarino, las de la temporada 2004-05, se pagan a precio de oro. Como poco, para financiar una cena de dos en el Celler de Can Roca. Aunque siempre fuimos más de objetos de culto que de cinco tenedores, qué se le va a hacer. Por ahora, me quedo con el cromo.

Finales de 2019 y ahí sigue, dando exhibiciones a la edad en que otros buscan un pacto con el diablo. Sobreviviendo a esta época de excesos, en que hoy pasa rápidamente a ser ayer y todo caduca en un pestañeo. Sucede también en el tenis, con Nadal, Federer y Djokovic. Llevan años anunciándonos a sus herederos, como si les quisieran jubilar a ellos y también un poco a nosotros: “ya no sois unos chavales”.

Verle el lunes en aquel atril fue sobrecogedor a la par que terapéutico. Aquel chaval que en verano de 2005 nos decía aquello de “recuerda mi nombre” estaba allí, en un teatro de París, hablando del inexorable paso del tiempo, rodeado de seis bolas doradas. Entonces, poseído por el síndrome de Son Goku, caí en la cuenta: todavía le falta una. Así que tranquilos, hay Messi para rato. Incluso para conseguir la vida eterna.

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